¡A disfrutar entonces de la narrativa de este gran hombre de las letras argentinas que falleció en enero de 2010!
Diario La Nación
Sábado 23 de
diciembre de 2006 | Publicado en edición impresa
Un niño entre el
circo y los libros
La imaginación ayuda a ser feliz en Navidad
Dos regalos de Navidad nunca se han borrado de mis
memorias de infancia: el circo y los libros. El circo era la única distracción
posible en Tucumán los 25 de diciembre, cuando un sol húmedo de cuarenta grados
caía sobre la ciudad indefensa. Los cines y las confiterías cerraban sus
persianas y nadie osaba salir a la calle. Pero el circo, que no podía
permitirse el lujo del descanso, abría sus puertas de lona a las nueve de la
noche aunque hubiera temblores, tempestades o fiestas nacionales.
Ya ni me acuerdo de quién me regalaba en las Navidades
la infaltable entrada para el circo. Sólo recuerdo la carpa desarrapada que se
alzaba tras un cerco de guirnaldas en las tierras bajas de la ciudad y las
piruetas predestinadas al fracaso de unos perros muy flacos, sin pelos -perros
que sólo he visto en las tierras calientes-, después de las cuales comenzaba lo
que en verdad era para mí el circo de entonces: una obra de teatro.
El repertorio cambiaba todos los días, pero la
escenografía y los actores eran siempre los mismos. Los árboles mueren de pie
de las Navidades eran El rosal de las ruinas del Año Nuevo, y El puñal de los
troveros de fines de noviembre se convertía en las Bodas de sangre de mediados
de marzo. Tampoco la música, hasta donde recuerdo, variaba. El trombón y los
dos violines de la precaria orquesta repetían en monótona sucesión la Danza de
las horas, de Amilcare Ponchielli, la obertura de Guillermo Tell y el
movimiento lento de la sinfonía en re menor de César Franck. Las
representaciones teatrales terminaban siempre con alguna muerte trágica, el
auditorio lloraba al unísono y, al cabo de un rato, los actores componían un
cuadro vivo que los mostraba a todos en el cielo, sudando a mares bajo una
lámpara de doscientos vatios.
Sé que ninguno de los dramones representados en el
circo respetaba los textos tal como habían sido escritos. Romeo y Julieta no
vivían en Verona, sino en Roma, porque así lo anunciaba el cartelón con el que
empezaba la obra. Julieta moría tísica, como la dama de las camelias, y no
suicidándose con una daga, como en la tragedia de Shakespeare. Romeo, en
cambio, no moría. Ciego de dolor, se encaminaba al palacio de los Capuleto -que
era un armario de cocina- y allí degollaba a todos los parientes y a la
servidumbre de su amada.
De esas violaciones a los textos originales, que eran
también transfiguraciones de lo real, nació el deseo de ser alguna vez un
escritor. Pero ese deseo nació también de dos libros que fueron regalos de
Navidad.
Tendría yo once o trece años, cuando un arquitecto
italiano que pasó por Tucumán dejó en manos de mi padre uno de los mejores
libros que existen en este mundo. Es una obra rara, que reproduce las estampas
devotas pintadas a mano, hace casi seis siglos, por orden del duque Jean de
Berry. En verdad tampoco es un libro sino dos: el primero, elaborado entre 1409
y 1412 por tres célebres miniaturistas flamencos -los hermanos Limbourg-, ha
pasado a la historia con el título de Las bellas horas; el segundo, que data de
1413 a 1416, se llama Las muy magníficas horas (Les très riches heures). El
volumen que le dieron a mi padre era este último.
Pasé varios meses encandilado con las figuras de oro y
los cielos azul Francia que estimulaban la piedad del duque de Berry. Cada
lámina refleja algunas de las historias de la Biblia. Pero, como en el circo de
mis navidades anteriores, lo que cuentan es una transfiguración (o, si se
prefiere, una traición) de los textos originales.
Dos ejemplos lo prueban: la Galilea pintada por los
hermanos Limbourg es una sucesión de torres flamencas y castillos góticos a
orillas de ríos inmaculados. La Virgen está siempre vestida de terciopelo, como
Genoveva de Brabante, y el día en que presenta a Jesús en el templo la reciben
cuatro arzobispos de cabeza tonsurada, en el atrio de una basílica que se
parece a Nuestra Señora de París. Esos maravillosos anacronismos de la
imaginación cristiana me parecían, en aquel tiempo, la quintaesencia de la
verdad, a tal punto que, cuando visité Jerusalén por primera vez, muchos años
más tarde, pensé que me había confundido de ciudad. Nada de lo que veía se
asemejaba a Las muy magníficas horas del duque de Berry y yo prefería creer que
la realidad me estaba mintiendo, no el libro.
La noche de Navidad de mis quince años mi padre me
dejó aquel ejemplar bajo la almohada, con un mensaje que decía tan sólo:
"Ahora es tuyo". No sé qué se hizo del ejemplar, pero el mensaje
todavía viaja conmigo de un lado a otro.
El más inolvidable de los regalos fue, sin embargo, el
que me hicieron al año siguiente. Yo había comenzado a leer con frenesí las
ficciones de Julio Verne y, entre Dos años de vacaciones y Un capitán de quince
años, fui a dar, no sé cómo, en Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas.
Sucumbí a uno de esos deslumbramientos que sólo se curan con otro libro aún
mejor. Los héroes de Verne me habían acostumbrado a un mundo plano, donde el
mal y el bien son previsibles. La Milady y el Richeleu de Dumas me revelaron,
en cambio, que nada es como parece.
Cuando llegó la Navidad y mis padres me preguntaron
qué quería que me regalaran, les contesté sin pensarlo dos veces: otro libro de
Alejandro Dumas. Supuse que elegirían Veinte años después. Me dieron, en
cambio, los tres tomos de El conde de Montecristo. No podían haber pensado en
algo mejor. He leído más de seis veces
esa novela de mil doscientas páginas, y creo que la razón secreta por la que
aprendí francés a los diecisiete años fue para poder leerla de nuevo con las
mismas palabras con que Dumas y su colaborador, Auguste Maquet, la habían
escrito entre 1844 y 1845.
Nunca fue, sin embargo, igual a la primera vez. Aún me veo a mí mismo la
víspera de aquel año nuevo con El conde de Montecristo, yendo de un lado a otro
por la casa de grandes patios sin poder apartar los ojos de las páginas. Me recuerdo avasallado por pasiones humanas que jamás se han alzado con
tanta intensidad como en ese libro. Admiraba el perfecto afán de venganza de
Edmond Dantès, que espera media vida pudriéndose en la prisión de If para salir
de allí no muerto, sino envuelto en la mortaja de los condenados. No hay
parábola tan perfecta como la de Dantès. Al regresar a su ser, recuerda que
tres hombres han contribuido a su caída: uno por celos, otro por ambición y el
tercero por rivalidad amorosa. Convertido en Montecristo, Dantès se venga de
ellos sumiéndolos en la ruina, en la locura y en la muerte. La estructura es
impecable y, siglo y medio después, no ha envejecido, a pesar de los embates de
la televisión argentina. Volví a leer el
libro hace dos navidades y pienso leerlo de nuevo la Navidad que viene. Ni una
sola vez me ha defraudado.
Otras novelas únicas llegaron a mis manos en esas
curvas del fin de año. La adolescencia me deparó El proceso, de Kafka; La
montaña mágica, de Thomas Mann; Luz de agosto, de Faulkner, y La vida breve, de
Onetti; en la primera juventud descubrí a Joyce, a Flaubert, a Borges. Ninguna
de esas definitivas experiencias de lectura ha sido comparable, sin embargo, a
mi encuentro de amor con El conde de
Montecristo.
Cada vez que llegan los fines de año, no puedo apartar de mí el recuerdo de los circos, donde Julieta moría como Margarita Gautier, ni las imágenes fulminantes de Montecristo regresando a Marsella con la venganza en el alma. Para cada ser humano de esta orilla del mundo, la Navidad significa algo diferente: familia, regalos, desvelos. Para mí, siempre ha sido un gran relato. Y en eso, creo, reside su felicidad. Por Tomás Eloy Martínez
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